Hace un tiempo, en una conversación
familiar, me mostraron el problema del “copago” en la sanidad
pública. No era un cuestión meramente económica; había allí una cuestión
lingüística. Llamar “copago” al hecho de tener que comprar la
atención médica dentro de un sistema de salud que se financia a
través de la hacienda pública resulta, aparte de la aplicación de
epítetos más o menos ofensivos, principalmente, impropio, lo que
según la RAE es “falto de las cualidades convenientes según las
circunstancias”, y la circunstancia es que se trata de volver a
pagar por un servicio que ya has pagado anteriormente: lo que
coloquialmente se conoce como “repago”.
La discusión giraba ante el uso de
ciertas palabras desde la administración pública, concretamente
ante el hecho de encontrarme, algún año atrás, con un cartel del
Metro de Madrid que hablaba sobre “clientes” (decía algo así
como “al servicio de nuestros clientes”, pero no recuerdo).
En un primer momento me entró el
pánico. El leve cambio de “usuario” (que usa algo por derecho o
concesión, por ejemplo un servicio municipal) a cliente (persona que
utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa),
podía entenderse, fácilmente, como un primer paso hacia la
privatización del transporte público.
En aquella misma conversación se mi
hizo notar que una mejor gestión podía pasar por hacer entender al
empleado su cometido en cuanto al usuario: si entendemos al viajero
como cliente le debemos un respeto y una calidad de servicios que,
normalmente, no asociamos a la gestión pública (colas
interminables, administrativos poco agradables, etcétera). Es
igualmente cierto que, en los últimos años, el servicio de Metro de
Madrid ha mejorado en muchas áreas.
Sin embargo, ante la falta de
escrúpulos a la hora de privatizar algunos servicios públicos,
parece lógico cuestionar el empleo de un lenguaje asociado a la gestión
empresarial en el ámbito público, evidenciando la peligrosidad de esta práctica.
Tiempo después, me encontré con una
continuación de este diálogo informal
en el blog de un conocido periodista,
en el cual, aparte del concepto de “copago”, se hablaba del uso
pernicioso que en política se hacía de las expresiones “inversión
pública” y “gasto público”, aplicando el primero en todo aquel capital
que recaía en empresas privadas o en proyectos de gran envergadura y
aplicándose el segundo a los servicios básicos como la educación,
la sanidad y las pensiones.
El uso de la lengua como arma política
o como factor para el cambio social está ampliamente documentado,
incluso con sus deslices. El último fue el del
presidente de la Generalitat de Catalunya (lo pongo en catalán, no hiera
sensibilidades), que, directamente, se defiende haciendo humor sobre
el uso de la lengua de gallegos y andaluces. Pero antes que él, ya
Rosa Díez tuvo un desliz similar con el gallego...
Pero todo esto no es difícil de
entender si buscamos en el DRAE;
Adriana Mourelos, en su blog, nos
recuerda que no fue hasta 2009 que el diccionario por excelencia del
castellano eliminó el americanismo “tonto” como definición de
gallego y que aun puede encontrarse “tartamudo” como definición
de este gentilicio realmente, en la versión digital del diccionario
aun
pueden encontrarse ambas definiciones, desapareciendo la primera
sólo en la enmienda). Y es aquí donde se junta política, economía
y lengua (qué bien nos vienen algunos amigos allende los mares).
Ahora la RAE se encuentra envuelta en
la polémica
al censurar los contenidos creados por Ricardo Soca, en
su popular página elcastellano.org, a través del grupo Planeta.
Hablamos de una entidad que, en aras del uso admite “tartamudo”
como definición de gallego, al igual que permite grafías del tipo
“Joseandrés” en su nueva ortografía, sin preguntarse si el
dinero invertido en esta revisión ortográfica no hubiera sido mejor
invertirlo en aumentar la calidad de la enseñanza de los países
donde un mal uso del castellano (incluida España) ha llegado a provocar estas
irregularidades (ahora aceptadas) y, de paso, mejorar las condiciones sociales de los hablantes (sé lo políticamente incorrecto que suena todo esto); por no hablar de la publicación de un diccionario mejorable a varios niveles, como el etimológico (
para muestra un botón).
Apunte: sobre la nueva ortografía
espero poder hablar en otro momento (y de forma más extensa).
Con todo esto ¿qué tenemos? La lengua
se pervierte para enaltecer idearios políticos (PP, CiU, BNG, PSOE y
otros muchos), aplicar reformas sin que la opinión pública mantenga
una posición crítica, independientemente del contenido de las
medidas tomadas, para vender productos o hacer pasar contenidos por
veraces o dignos de atención (muy de moda en el mundo cultural y
periodístico).
Mal nos pinta.
P.S. Veremos si al final no deberemos realizar una suscripción de pago para consultar el DRAE desde
nuestro ordenador.