1 de octubre de 2011

A VUELTAS CON LA LENGUA


Hace un tiempo, en una conversación familiar, me mostraron el problema del “copago” en la sanidad pública. No era un cuestión meramente económica; había allí una cuestión lingüística. Llamar “copago” al hecho de tener que comprar la atención médica dentro de un sistema de salud que se financia a través de la hacienda pública resulta, aparte de la aplicación de epítetos más o menos ofensivos, principalmente, impropio, lo que según la RAE es “falto de las cualidades convenientes según las circunstancias”, y la circunstancia es que se trata de volver a pagar por un servicio que ya has pagado anteriormente: lo que coloquialmente se conoce como “repago”.

La discusión giraba ante el uso de ciertas palabras desde la administración pública, concretamente ante el hecho de encontrarme, algún año atrás, con un cartel del Metro de Madrid que hablaba sobre “clientes” (decía algo así como “al servicio de nuestros clientes”, pero no recuerdo).

En un primer momento me entró el pánico. El leve cambio de “usuario” (que usa algo por derecho o concesión, por ejemplo un servicio municipal) a cliente (persona que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa), podía entenderse, fácilmente, como un primer paso hacia la privatización del transporte público.

En aquella misma conversación se mi hizo notar que una mejor gestión podía pasar por hacer entender al empleado su cometido en cuanto al usuario: si entendemos al viajero como cliente le debemos un respeto y una calidad de servicios que, normalmente, no asociamos a la gestión pública (colas interminables, administrativos poco agradables, etcétera). Es igualmente cierto que, en los últimos años, el servicio de Metro de Madrid ha mejorado en muchas áreas.

Sin embargo, ante la falta de escrúpulos a la hora de privatizar algunos servicios públicos, parece lógico cuestionar el empleo de un lenguaje asociado a la gestión empresarial en el ámbito público, evidenciando la peligrosidad de esta práctica.

Tiempo después, me encontré con una continuación de este diálogo informal en el blog de un conocido periodista, en el cual, aparte del concepto de “copago”, se hablaba del uso pernicioso que en política se hacía de las expresiones “inversión pública” y “gasto público”, aplicando el primero en todo aquel capital que recaía en empresas privadas o en proyectos de gran envergadura y aplicándose el segundo a los servicios básicos como la educación, la sanidad y las pensiones.

El uso de la lengua como arma política o como factor para el cambio social está ampliamente documentado, incluso con sus deslices. El último fue el del presidente de la Generalitat de Catalunya (lo pongo en catalán, no hiera sensibilidades), que, directamente, se defiende haciendo humor sobre el uso de la lengua de gallegos y andaluces. Pero antes que él, ya Rosa Díez tuvo un desliz similar con el gallego...

Pero todo esto no es difícil de entender si buscamos en el DRAE; Adriana Mourelos, en su blog, nos recuerda que no fue hasta 2009 que el diccionario por excelencia del castellano eliminó el americanismo “tonto” como definición de gallego y que aun puede encontrarse “tartamudo” como definición de este gentilicio realmente, en la versión digital del diccionario aun pueden encontrarse ambas definiciones, desapareciendo la primera sólo en la enmienda). Y es aquí donde se junta política, economía y lengua (qué bien nos vienen algunos amigos allende los mares).

Ahora la RAE se encuentra envuelta en la polémica al censurar los contenidos creados por Ricardo Soca, en su popular página elcastellano.org, a través del grupo Planeta. Hablamos de una entidad que, en aras del uso admite “tartamudo” como definición de gallego, al igual que permite grafías del tipo “Joseandrés” en su nueva ortografía, sin preguntarse si el dinero invertido en esta revisión ortográfica no hubiera sido mejor invertirlo en aumentar la calidad de la enseñanza de los países donde un mal uso del castellano (incluida España) ha llegado a provocar estas irregularidades (ahora aceptadas) y, de paso, mejorar las condiciones sociales de los hablantes (sé lo políticamente incorrecto que suena todo esto); por no hablar de la publicación de un diccionario mejorable a varios niveles, como el etimológico (para muestra un botón).

Apunte: sobre la nueva ortografía espero poder hablar en otro momento (y de forma más extensa).

La pregunta más fácil que se me viene a la cabeza es ¿por qué una editorial privada arremete contra un creador de contenidos como Ricardo Soca en nombre de una institución cuyos caudales consisten, principalmente, “en la asignación ordinaria que se le concede de los presupuestos del Estado”?

Con todo esto ¿qué tenemos? La lengua se pervierte para enaltecer idearios políticos (PP, CiU, BNG, PSOE y otros muchos), aplicar reformas sin que la opinión pública mantenga una posición crítica, independientemente del contenido de las medidas tomadas, para vender productos o hacer pasar contenidos por veraces o dignos de atención (muy de moda en el mundo cultural y periodístico).

Mal nos pinta.

P.S. Veremos si al final no deberemos realizar una suscripción de pago para consultar el DRAE desde nuestro ordenador.  

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