Hermes era un tío curioso. Era tu servicio de asistencia en carretera particular, tu 112 en caso de problemas e, incluso, servía de guía espiritual si las Parcas, la competencia en aquellos tiempos, decidían cortarte el grifo, o el hilo. Vio que las aseguradoras eran un buen negocio, así que se inventó eso de los sacrificios y las ofrendas que consistía, básicamente, en pagar anualmente por un servicio que igual no llegabas a necesitar nunca.
Como entonces no existía la fibra
óptica, la comunicación se hacía a través de mensajeros, así que él se convirtió
en su primer patrón, dios cartero y
defensor del caminante. Pero como era algo travieso y le gustaba robar las
vacas a su hermano, acabó por ser también el patrón de los ladrones y del
engaño.
Después se hizo con el negocio de
las funerarias y se encargó del servicio de marketing y comunicación de la
empresa de su tía, Eleusis Co., creando un cuerpo de administrativos célibes
que se encargaban de las comunicaciones entre los dioses y los clientes
insatisfechos, de cobrar los diezmos y sacrificios (como Demeter y Ceres tenían
el monopolio sobre la agricultura, se cobraban los beneficios en grano, después
las sirvientas harían bollitos y magdalenas que venderían a precio de caridad) y
de fijar las fiestas sagradas.
Total, que en el mismo momento
que se creó la comunicación se precipitó el invento al abismo de la
manipulación y la desconfianza. Así que no, no hay nada nuevo sobre nuestras
miserias.
Vivimos en una crisis continua de
comunicación, bebiendo de procesos comunicativos deficitarios o ridículos.
Los símbolos sociales, que
constituyen el núcleo de la comprensión de nuestro mundo, ofrecen una explicación
perversa y acomodaticia de las cosas, donde nada puede ser cambiado y la
desigualdad es una constante inmutable. Donde los poderes supuestamente electivos
son el motor de nuestro devenir, casi a la altura de los antiguos sacerdotes,
por lo que seguimos ofreciéndoles exvotos cada cuatro años y reforzando su
poder en una especie de ciclo vital que anuncia, con su fin, la muerte del
mundo y el renacimiento de los agentes regeneradores de nuestra sociedad civil.
Acabado el periodo se repite el ritual, con pseudodioses gastados que darán su
relevo a las mismas fuerzas con un nuevo rostro y una nueva palabra.
Los medios de comunicación se
venden a intereses económicos que enturbian la veracidad de la exposición,
ocultando datos u ofreciendo opiniones en el lugar que deberían ocupar los
hechos. En el mejor de los casos el canal se llena de ruido, de informaciones
extravagantes o falsificaciones conscientemente descaradas que desvían el
interés a debates inocuos o periféricos, vaciando de contenido el discurso.
Total, que alguien muy listo,
quizá el propio Hermes, previendo el fin de los dioses, creo otro cuerpo
administrativo, no tan célibe, capaz de interceder por nosotros antes esas
fuerzas oscuras, incomprensibles y necesarias, que hacen rodar la economía y,
sin las cuales, el mundo sucumbiría al cáos y la tragedia. O peor, al
socialismo y la barbarie.
El desprestigio de la política es
la destrucción misma de la comunicación. El mensaje se convierte en irrelevante
y la fe se acomoda allí donde la crítica languidece. El arte de la convivencia, πολιτική, se basa en la acción
comunicativa, en la construcción de realidades sociales basadas en la
confianza, la transparencia y la veracidad, en el encuentro entre personas.
Los profesionales de la
representación cumplen una misión relevante en esta crisis de comunicación: la
devaluación de la acción social. Un estado donde la intervención ciudadana sea
una quimera, donde se olvide qué significa ser político y la soberanía venga a
estar intervenida (más si cabe) por agentes externos. Así, nuestra sociedad
pasa por ser del consumo, de la información, del conocimiento, de la
inteligencia, de cultura de masas, de cultura pop, globalizada, etc. Sin
referentes o agentes sociales claros, donde nuestro papel cambia de simples
compradores, a nódulos de datos, generadores de opinión, innovadores y de nuevo
compradores con expectativas, donde la conversación sobre nuestra soberanía o
la necesidad de hacer política se vuelve tibia y periférica.